VERONA
No fue el grito. No fue la furia. Fue el silencio.
Ese silencio espeso, inhumano, que llenó la sala de mando cuando Dante dejó caer el vaso contra el suelo sin mirarlo siquiera. El cristal estalló como si hubiese querido gritar por él. Pero Dante no gritó. Solo permaneció de pie. Inmóvil. Como si su alma hubiera sido detenida en seco.
Yo estaba allí, apoyada contra la pared, cruzada de brazos, observándolo desde la sombra como suelo hacer cada vez que la tormenta comienza a gestarse en su pecho. Pero esta vez no fue tormenta. Esta vez fue algo más denso. Más irreparable. Fue la muerte de algo que ni siquiera su rabia supo nombrar.
Todo comenzó con un mensaje.
Sin firma.
Sin advertencia.
Solo un enlace, enviado directamente al canal encriptado de Dante.
Él lo abrió sin titubear. Porque Dante Salvatore no teme. No anticipa el golpe. Él lo provoca. Pero esta vez no era él quien manejaba los hilos. Esta vez, el verdugo estaba del otro lado de la pantalla.
La imagen se iluminó.