DANTE
No quería mapas. No quería tácticas. Quise dinamita. Un disparo limpio entre los ojos de Castelli. Fuego sin testigos. Pero Verona se plantó frente a mí como si pudiera leer la tormenta que me rugía dentro. Sabía que, si me dejaban salir esa noche, alguien moriría antes del amanecer. No era una suposición. Era una certeza.
—No vas a moverte sin decirme adónde vas —dijo Verona, con voz baja, firme, sin espacio para evasivas.
Tenía la Colt negra en el cinturón, la misma que me había regalado la noche en que perdí a Zoe. No respondí enseguida. El temblor en mi garganta no era miedo. Era memoria. Era furia acumulada en cada poro de mi piel.
—Donde esté Castelli —dije al fin—, allí estaré. Lo que pase después… ya no es tu problema.
Verona me sostuvo la mirada como quien camina sobre una mina y espera que no explote. Sabía lo que significaba ese tono. Lo había escuchado en mí antes. En otras guerras. En otros entierros.
—¿Y si ella ya no quiere recordarte?
No fue una pregunta. Fue un