ZOE
Despierto en un lugar que no reconozco. La luz es cálida. Las ventanas abiertas dejan entrar el murmullo de una ciudad antigua. El aire huele a jazmín y café. Paredes claras, música de cuerdas flotando como humo lento. Por un momento… podría creer que todo está bien. Que estoy en Florencia. Que nada ha pasado. Que no tengo cicatrices.
Pero mi cuerpo lo sabe.
Mi cuerpo tiembla antes que mi mente despierte por completo. Los dedos están fríos. Las rodillas, adormecidas. Y en mi garganta… una duda.
Ethan está sentado a pocos metros. Lleva una camisa blanca impecable. El cuello abierto. La calma de quien cree haber ganado. Me sonríe con la dulzura de un veneno bien formulado. Se acerca con una taza humeante entre las manos.
—Café —dice—. Como te gusta. Fuerte. Sin azúcar. Con ese amargor que nunca pudiste soltar.
No lo tomo. Mis ojos recorren la habitación, buscando amenazas invisibles. No hay barrotes. No hay cables. No hay armas a la vista. Y sin embargo… la jaula está aquí.
—¿Sabes