**CAMILA**
El amanecer llega sin anunciarse, cubriéndolo todo con ese gris que parece morder los bordes del alma. La habitación del hospital se siente demasiado grande, demasiado vacía.
Estoy sentada en la cama, con la bata blanca arrugada y el cabello suelto cayendo sobre los hombros. Mis manos reposan sobre las sábanas, inertes, como si temieran romper algo más.
A mi lado, sobre la mesita, está la carta de Leonardo; su letra todavía me quema la memoria. Está doblada, como si cada pliegue intentara contener lo que ya no tiene arreglo.
La miro sin tocarla. Porque cada vez que intento hacerlo, siento cómo el aire se me escapa del pecho. Leerla otra vez sería como volver a abrir una herida que aún no cierra.
Ya no lloro. No porque el dolor haya pasado, sino porque se agotó todo lo que tenía para llorar. Las lágrimas se secaron hace tiempo, y en su lugar quedó algo peor: el vacío.
Esa sensación hueca que se instala en el pecho, se arrastra hasta el alma y lo cubre todo con una calma extr