DANTE
De niño, siempre creí que estaba maldito, tal vez porque mi madre murió al darme a luz y, años después, mi abuela, también en el día en que celebraba mi nacimiento.
O quizás lo creía porque tenía una voz fuera de mi cabeza que me lo repetía: mi madrastra.
No fue hasta que me marché de esa casa que dejé de creer en una tontería de esas. Entendí que la muerte de mi madre y de mi abuela —aunque en años diferentes, coincidieron en el día en que nací— solo fue una porquería de coincidencias de una vida que a veces, estando en el suelo, te sigue pateando.
Sin embargo, también me gusta pensar que esa niña entrometida de ojos azul grisáceos fue quien rompió la maldición mientras tocaba en el piano la bella melodía de una película, cuya historia cambió a propósito.
Aún recuerdo mi corazón latiendo rápido cuando la conocí. Sacó mi cabeza del agua y la vi por primera vez. Ella no era solo bonita —esa palabra es basura para describirla—, era como una luz molesta y necesaria al mismo tiempo.