CUANDO EL DESTINO SE REENCUENTRA
CUANDO EL DESTINO SE REENCUENTRA
Por: KrysBella
¿Él es mi papá?

Leonor caminaba con prisa entre los pasillos interminables del enorme hospital. Su respiración estaba un poco agitada, no porque no pudiera con el paso, sino porque su mente estaba llena de preocupaciones.

Leonor llevaba de la mano a su hija Clara, de cinco años, avanzando a paso rápido por el pasillo del hospital. Era madre soltera y esta vez había traído a la niña para que le revisaran las erupciones que, desde hacía varios días, no dejaban de extenderse. En la otra mano apretaba la ficha de atención que había logrado conseguir con esfuerzo en el mostrador.

Tomo asiento en las frías sillas de metal, acomodo su falta y respiro profundo en un intento de calmarse así misma.

Justo cuando aún se debatía entre si sería una alergia o una enfermedad hereditaria, la fría voz del altavoz del hospital interrumpió sus pensamientos.

—Clara, a consulta médica… repito, Clara, a consulta médica.

Leonor sintió un nudo en el estómago. Se puso de pie, apretó la pequeña mano de su hija y se dirigió hacia la puerta.

Empujó suavemente y dio un paso… pero se detuvo en seco.

Un frío punzante le recorrió la espalda, tan intenso que por un momento olvidó cómo respirar. Allí, sentado tras un escritorio impecablemente ordenado, estaba él. Gabriel.

El pasado que creía enterrado y que ahora se materializaba frente a sus ojos con bata blanca y una mirada que parecía atravesarla.

Era exactamente como lo recordaba, quizá incluso más imponente. Su postura erguida, el cabello oscuro perfectamente peinado, los rasgos faciales marcados, y esa expresión fría que no dejaba entrever ni una pizca de emoción. Si no fuera por la bata médica, cualquiera podría haberlo confundido con el CEO de una corporación poderosa.

Leonor sintió que las paredes del consultorio se cerraban a su alrededor. Gabriel no era un extraño cualquiera: fue su compañero de secundaria, de universidad… y el hombre que más amó en su juventud.

En la universidad, él no solo destacaba por su atractivo, sino también por su posición. Hijo menor de los dueños de la empresa ALMOR, aunque no heredero, su estatus social era de noble. Las chicas del campus lo miraban como si fuera inalcanzable. Sus pretendientes eran tantos que resultaba imposible contarlos, pero lo que más sorprendía a todos era que él parecía ignorarlas con facilidad, rechazando confesiones sin un ápice de duda.

Pero lo que nadie entendía era por qué, en aquel entonces, había decidido estar con ella. Con Leonor.

Ella, que en esa época cargaba con sobrepeso, el rostro lleno de espinillas y un sentido de moda prácticamente inexistente. Era, a ojos de los demás, lo opuesto a lo que un hombre como Gabriel elegiría.

Lo que nunca olvidaría eran aquellas palabras que destruyeron todo lo que habían vivido juntos.

Fue en una reunión universitaria. El rumor de que Gabriel salía con una “chica fea” se había esparcido como pólvora. Algunos de sus amigos, con sonrisas cargadas de malicia, se acercaron y, sin ningún pudor, lanzaron la pregunta:

—Gabriel, ¿es cierto que estás con esa mujer? Tiene espinillas por todo el rostro… ¿no te molesta besarla?

Las risas no se hicieron esperar. Pero lo que la destrozó no fueron las burlas ajenas, sino la respuesta que él dio, con esa voz fría que nunca imaginó dirigida hacia ella.

—Jaja… solo es un juego. No hay de qué preocuparse. Además, me voy al extranjero, no la volveré a ver jamás.

Leonor recordó cómo esas palabras le atravesaron el pecho como un cuchillo. Cómo en un instante, todo lo que había sentido se convirtió en una herida abierta. Se prometió que nunca olvidaría esa humillación y que no volvería a entregar su corazón tan fácilmente.

Y ahora, después de tantos años, él estaba allí.

Ella seguía de pie en el marco de la puerta, paralizada. Gabriel, al notar su inmovilidad, interpretó su silencio como desconfianza hacia él.

—El médico titular pidió permiso hoy y no está en consulta —dijo con una voz profesional—. Estudié en el extranjero durante tres años, así que puedes confiar en mí y en mi habilidad médica.

La voz de Gabriel hizo que Leonor volviera a la realidad. Apretó nerviosamente la mascarilla contra su rostro, tragó saliva y tomó asiento junto a Clara.

Estaba segura de que él no la reconocía. Y tenía razones para ello. Leonor había cambiado mucho en los últimos años. No solo se había convertido en madre, sino que había transformado por completo su apariencia. El acné, que durante su juventud había sido su peor enemigo, desapareció después de un tratamiento que inició por recomendación de un dermatólogo en el que confió ciegamente. Su figura también había cambiado: ya no era obesa, pero tampoco extremadamente delgada; había alcanzado un equilibrio que la hacía ver saludable y atractiva.

El cambio más radical, sin embargo, no estaba en su cuerpo, sino en su identidad. Ya no era Elisa. Ahora era Leonor.

Como esperaba, Gabriel no mostró ninguna señal de reconocerla. Se limitó a seguir el protocolo médico: revisó a Clara con calma, diagnosticó una alergia cutánea y le recetó medicamentos. Le indicó a Leonor las precauciones que debía tener en casa y le pidió que regresara para una revisión en tres días.

—No hay mayores problemas —concluyó, con ese tono distante que la hizo recordar por qué no quería volver a verlo nunca más.

Leonor agradeció con una leve reverencia, tomó la receta y salió apresurada, arrastrando consigo a Clara. Una vez fuera, respiró profundamente, dejando escapar un suspiro cargado de emociones. El corazón le latía con fuerza y sentía un calor incómodo subiéndole por el cuello.

No puedo creer que esté aquí… pensó. Era una mezcla de enojo, rencor, rabia y dolor. Lo que no había, ni en la más remota esquina de su corazón, era amor.

Miró hacia atrás, imaginando a Gabriel todavía sentado en ese consultorio, y cerró los ojos unos segundos. En ese instante, Clara, que la observaba con atención, habló con la inocencia que solo un niño podía tener:

—Mamá… ¿el médico de ahora… es mi papá?

Leonor se quedó helada.

—¿Qué? —susurró, con el terror dibujado en su rostro.

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