Grata interrupción

—Claro que nos conocemos —respondió Leonor, con cierta incomodidad, tirando nerviosamente del borde de su chaqueta—. Tú fuiste quien atendió a mi hija Clara, doctor Gabriel.

Gabriel la observó fijamente, como si intentara descifrar un enigma. Había algo en su voz, en la manera en que pronunciaba cada palabra, que lo inquietaba. Una sensación incómoda, casi familiar, le recorrió el pecho. Negó mentalmente; no podía ser Elena. No tenía sentido.

Y sin esperar a que Leonor dijera nada más, ni que le agradeciera por haber intervenido, se dio media vuelta y se marchó apresuradamente del hotel.

Leonor lo siguió con la mirada por unos segundos, pero tampoco quería prolongar el encuentro. Aún con el corazón acelerado por lo ocurrido en la calle, se dirigió directamente al salón privado donde Emily había organizado la cena de celebración. Al entrar, las conversaciones, risas y música contrastaron con el torbellino emocional que llevaba dentro. Se unió al grupo, forzando una sonrisa, pero su mente estaba en otro lugar.

Horas más tarde, cuando la fiesta terminó, Leonor regresó a casa exhausta. Cerró la puerta con cuidado, se quitó los tacones intentando no hacer ruido para no despertar a Clara y se dejó caer en el sillón. Sus tobillos enrojecidos le pedían descanso por lo que comenzó a masajearlos lentamente.

Finalmente, se levantó y caminó de puntillas hasta la cama de su hija. Clara dormía profundamente, abrazanda a su muñeca favorita. Leonor sonrió, y un calor dulce le llenó el corazón. Mientras Clara estuviera a su lado, pensó, todo esfuerzo valía la pena.

A la mañana siguiente, el despertador sonó más temprano de lo habitual. Era el día de la revisión dermatológica de Clara. Leonor preparó un desayuno rápido y se aseguró de que su hija estuviera lista. Mientras caminaban hacia el hospital, Leonor intentaba convencerse de que probablemente no se toparía con Gabriel otra vez. Pero en el fondo, había una extraña mezcla de temor y expectación que no se atrevía a reconocer.

Antes de entrar al hospital, hicieron una breve parada en una pequeña cafetería para comprar algo de comer. Leonor soltó la mano de Clara por apenas un minuto para pagar en caja. Cuando volvió la vista hacia donde había dejado a su hija… no estaba.

Su corazón dio un salto. El mundo pareció detenerse. Dejó el desayuno sobre el mostrador y salió corriendo, llamando a Clara con voz entrecortada. Miraba a su alrededor, buscando entre la gente. Entonces escuchó un murmullo creciente en la calle y vio a varias personas reunidas en círculo, observando algo en el suelo.

Un mal presentimiento le atravesó el pecho. Corrió hacia el lugar, apartando gente a su paso.

Allí, en el suelo, estaba una niña con trenzas finas y un vestidito rosa. Entre sus brazos, abrazaba algo pequeño y peludo. A su lado, un hombre bien vestido intentaba levantarla con cuidado.

—¡Clara! —la voz de Leonor se quebró al reconocerla.

Sintió como si algo dentro de ella se rompiera. Se abrió paso entre la multitud, empujando con una fuerza que no sabía que tenía, y apartó al hombre para tomar a su hija en brazos.

—¡Mami, llegaste! —dijo Clara con una sonrisa inocente—. ¡Mira, salvé a un gatito!

Leonor la abrazó con fuerza, sintiendo un alivio que casi le provocó lágrimas. La revisó de pies a cabeza, asegurándose de que no tuviera ni un rasguño. Al confirmar que estaba bien, respiró profundamente, intentando calmar el temblor en sus manos.

Entonces, el hombre a su lado habló con voz firme:

—Lo siento mucho. Clara salió corriendo de repente y frené de golpe, pero no llegué a atropellarla. De todos modos, sería mejor que la revisara un médico, por precaución. Además, hoy le toca revisión, ¿verdad? Suban al coche, yo los llevo. Justo voy al hospital también.

Leonor, aún concentrada en su hija, no se había dado cuenta de quién era hasta que levantó la vista: Gabriel.

El destino parecía empeñado en cruzarlos una y otra vez.

Iba a rechazar la oferta, pero Clara, con una gran sonrisa, tomó la mano de Gabriel y exclamó:

—¡Sí, sí! ¡Gracias, señor! ¡Mami, tenemos coche!

Leonor cerró los ojos un instante, resignada. No tenía sentido discutir en plena calle.

Gabriel se adelantó y tomó a Clara en brazos con un gesto tan natural que, por un segundo, Leonor pensó que parecían padre e hija. La niña le dio las gracias con dulzura, y justo antes de entrar al coche, asomó la cabeza por la ventana:

—¡Mami, no te olvides del gatito!

Leonor miró hacia el suelo y vio a un pequeño gato, tan diminuto que parecía recién nacido. Lo recogió con cuidado y lo acunó contra su pecho antes de subir al coche.

El trayecto al hospital fue silencioso, roto únicamente por las exclamaciones de Clara mientras acariciaba al gatito. Gabriel conducía con el ceño levemente fruncido, como si estuviera inmerso en sus pensamientos. De vez en cuando, lanzaba una mirada rápida al asiento trasero, donde Leonor, en silencio, observaba por la ventana.

Al llegar, Gabriel aparcó frente a la entrada y llevó a Clara directamente a la consulta para que la examinaran. Actuaba con una seguridad y autoridad que casi desplazaban a Leonor, como si él tuviera más derecho a decidir que ella.

La revisión confirmó que Clara estaba perfectamente. El gatito, en cambio, necesitaba cuidados básicos, pero estaba sano. Gabriel, aunque su turno aún no había comenzado, las acompañó a su despacho.

—Mejor revisemos también la piel de Clara aquí, con calma —dijo mientras preparaba el instrumental.

Leonor observó cómo se movía por la sala, con una mezcla de profesionalidad y confianza que le resultaba inquietante. Cada gesto suyo parecía calculado, pero no frío; había algo en él que transmitía una extraña familiaridad.

Gabriel estaba por explicarle a Leonor algunos cuidados específicos cuando un golpe seco en la puerta interrumpió el momento.

—Gabriel, soy yo —se escuchó una voz femenina desde el otro lado.

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