La lluvia golpeaba los ventanales del estudio de Sebastián con la persistencia de una súplica desesperada, creando un ritmo melancólico que parecía hacer eco del estado de ánimo que había invadido el palacio desde el regreso de Isabella del Mercado Rojo. El fuego en la chimenea crepitaba con menos entusiasmo del usual, como si incluso las llamas hubieran percibido la tensión que se cernía sobre la habitación como una nube de tormenta.
Isabella observó a Sebastián desde el umbral, notando cómo sus hombros se tensaban mientras leía el pergamino que había llegado esa mañana, sellado con el emblema del Consejo de Ancianos de Eldoria. Un emblema que no había visto la luz en más de cincuenta años, según le había explicado Thomas en voz baja, con el tipo de reverencia reservada para reliquias sagradas o maldiciones ancestrales.