El amanecer cae sobre la ciudad con un manto de neblina grisácea, como si hasta el cielo supiera que ese día no podía traer calma. Nada reluce, nada canta: es un día suspendido entre la promesa y el presagio.
En la mansión, la preparación para la boda se siente más como un operativo de guerra que como la antesala de un juramento de amor. Guardias recorren pasillos con pasos marciales, sus botas retumban sobre el mármol como tambores de campaña. Las radios crepitan con códigos de seguridad; voces firmes anuncian claves, confirmaciones, movimientos. Puertas blindadas se cierran y abren con contraseñas numéricas que cambian cada hora.
Carlota, impecable en su traje oscuro, no parece una dama de honor, sino una general en pleno campo de batalla. Su auricular transmite órdenes cortantes que ejecuta con precisión quirúrgica. Nada escapa a su mirada acerada: vigila el perímetro, coordina las posiciones, estudia la logística como si estuviera desplegando una tropa en tierra hostil. Incluso