La mañana llega envuelta en un silencio extraño, demasiado denso para ser normal. El aire en la oficina de Amara parece pesado, como si las paredes mismas supieran lo que está a punto de ocurrir. Sobre el escritorio se acumulan carpetas abiertas, de los diseños de la próxima temporada. Amara las contempla sin verlas. Sus ojos, fijos en el vacío, revelan más cansancio del que su porte elegante intenta disimular.
La puerta se abre despacio, sin estridencias, y aparece Esteban. Trae el maletín en una mano, las gafas apenas deslizadas por la nariz y un gesto severo que no anuncia buenas noticias.
–Amara… –comienza con un tono grave, cargado de solemnidad. – He agotado todos los recursos posibles. Revisé jurisprudencias, dictámenes, precedentes internacionales… hasta los resquicios más ínfimos de la normativa. Créeme: presenté alegatos sólidos, armé defensas con cada argumento que la lógica y la ley permiten. –Hace una pausa, deja el maletín sobre la mesa, abre una carpeta con gesto cas