–Necesitamos esperar para ver si su padre… –La voz del doctor se desvanece mientras mira hacia otro lado, como si no pudiera seguir viéndola directamente.Amara siente el vacío formarse en su estómago, la frialdad del dolor toma todo su ser. Las lágrimas amenazan con salir, pero no las deja escapar. Ni una sola. No frente a él, no frente a ese hombre que acaba de arrancarle la esperanza.–¿Cuánto tiempo? –pregunta, apretando los dientes, intentando contener el tsunami de emociones que la amenaza.El médico parece no saber qué decir, como si las palabras no fueran suficientes. –La situación es crítica señorita. Hay que esperar a que despierte, si lo hace…Un grito mudo y doloroso se queda atrapado en su pecho. Es un nudo que quema, que desgarra desde dentro, pero que nunca llega a convertirse en sonido. Amara se tambalea, el mundo a su alrededor pierde forma, los colores se desvanecen como si alguien hubiera drenado la vida del universo en un solo segundo. Sus manos tiemblan, frías
Amara alza el rostro lentamente, pero no dice nada. Su expresión es indescifrable, como si la sombra del agotamiento la hubiera convertido en una estatua de hielo. Úrsula avanza un paso. –No puedo creer que tengas el corazón tan pequeño –escupe las palabras con una mezcla de indignación y decepción. Se toma un segundo para mirarla de arriba abajo, como si la examinara, como si buscara en ella algún vestigio de humanidad. Pero no lo encuentra. Amara la mira, sorprendida por la crudeza de la acusación. Algo dentro de ella se revuelca, pero no puede reaccionar. Úrsula sigue hablándole como si nada, sin un ápice de compasión.–Amo a tu padre –continúa Úrsula, mientras sus ojos brillando con una mezcla de odio y una pasión que se nota, aunque intenta ocultarlo tras una fachada de indiferencia. –Pero es lamentable que tenga una hija como tú. Una hija que no sabe ver más allá de su propio ego, que no sabe lo que significa el sacrificio, el amor verdadero. No tienes ni idea de lo que
–La realidad no tardó en alcanzarnos –dice, con la voz más áspera. –Su padre me hizo llamar a su oficina al día siguiente. Me recibió con la frialdad con la que se deshace de cualquier problema insignificante. Y entonces… me destruyó. Me dijo que nunca sería suficiente para Amara, que mi lugar estaba muy por debajo del suyo. Que si de verdad la quería, lo mejor que podía hacer era desaparecer de su vida. Úrsula lo mira con los ojos entrecerrados, analizando cada gesto, cada matiz de su voz. –¿Y qué hiciste? Cristóbal deja escapar un suspiro entrecortado y baja la mirada. –Lo que cualquier hombre haría cuando le arrancan el corazón del pecho –dice en voz baja, con una sonrisa llena de tristeza– Lo que el me exigió– expresa con una sonrisa amarga. –No porque creyera en sus palabras, sino porque sabía que él tenía el poder de hacer que su vida se convirtiera en un infierno si me quedaba. Úrsula ladea la cabeza lentamente, su mirada fría y penetrante está fija en él, como si in
De repente, los gritos en la recepción rompen el frágil silencio que había entre ellos, arrancándolos de sus pensamientos. El sonido de voces alteradas resuena por el pasillo, haciendo que Cristóbal retire la mano de la mesa con brusquedad, como si algo lo hubiera sacudido por dentro. Úrsula frunce el ceño, mientras la furia se acumula dentro de ella como una tormenta. La situación se le escapa de las manos más rápido de lo que puede controlar, su respiración se acelera, el calor de la ira se instala en su pecho, y sus dedos blancos por la presión se tensan alrededor de la taza de café como si fuera la única cosa que aún pudiera sostener, provocando que el líquido oscuro que hay dentro de ella, se agite levemente, como si también sintiera su odio. Observa a Cristóbal y cómo su actitud cambió en un instante. Él, tan accesible, tan vulnerable a sus manipulaciones, se desvanece ante ella como si nunca hubiera estado allí. De repente, una voz femenina rompe el silencio. –¡Le estoy p
Amara se toma un momento para respirar profundamente, su pecho agitado por las emociones que la arrastran sin piedad. Las lágrimas caen, pesadas como piedras, y sus manos tiemblan ligeramente. Liam observa, con una mezcla de preocupación y compasión, mientras ella trata de calmarse. Finalmente, toma un vaso de agua, lo sostiene con firmeza en las manos, y lo acerca a ella con un gesto lleno de cuidado.–Amara, toma un poco de agua – le dice con suavidad, mientras los ojos de Liam reflejan una ternura que atraviesan la angustia de la joven. –Te hará mal seguir llorando tanto sin hidratarte. Sé que es difícil, pero por favor, intenta calmarte un poco, por tu bien.Ella lo mira fijamente, con los ojos empañados en lágrimas que parecen no cesar. El temblor en sus labios es casi imperceptible, pero suficiente para que Liam lo note. Ella no toma el vaso de inmediato, sus dedos se aferran al borde de la silla como si fuera lo único que la mantiene anclada a la realidad.–No puedo, Liam…
Amara entreabre los labios, dispuesta a hablar, pero antes de que pueda pronunciar palabra, un médico de semblante serio se aproxima con rapidez. Sus facciones, endurecidas por el peso de incontables horas de trabajo, reflejan agotamiento. Pero sus ojos mantienen una compostura inquebrantable —Buenas noches—Su voz es grave, pausada, como si cada palabra pesara más de lo que debería. Cierra con un gesto mecánico la carpeta que sostiene entre las manos y, al alzar la vista, su mirada se detiene en Sophie. Por un instante, su expresión cambia sutilmente. La observa, quizá un segundo más de lo necesario, y sus labios se entreabren con un deje de sorpresa apenas perceptible. —Oh… hola. —Su tono es diferente ahora, más suave. Sophie, acostumbrada a este tipo de reacciones, le devuelve una sonrisa breve pero encantadora. —Hola. Pero Amara no está para juegos ni silencios incómodos. Con el pecho oprimido por la angustia, interrumpe la burbuja que se formó entre ellos. —Doctor, ¿hay
Quince minutos después, la puerta se abre de golpe sin previo aviso. La figura de Úrsula irrumpe en la habitación como una sombra inoportuna. Su presencia lo inunda todo con una energía fría y desafiante. –La enfermera dice que solo una persona puede quedarse –declara con voz firme mientras camina con seguridad hasta el sillón, dejándose caer en él con una naturalidad irritante. –Y seré yo. Amara parpadea, desconcertada. La incredulidad pronto se transforma en furia. Se pone de pie de golpe, como si su cuerpo reaccionara antes que su mente. –¿Quién te crees que eres para tomar esa decisión? –Su voz vibra de indignación. –Tú no serás quien se quede. Úrsula entrecierra los ojos, su expresión se torna desafiante y una media sonrisa se dibuja en su rostro, condescendiente y venenosa. –¿En serio quieres que tu padre escuche que estás echando a su futura esposa de su habitación? –La pregunta no es inocente, es un dardo directo, calculado para hacerla dudar. –Amara, no te estoy p
El cuarto del hospital está impregnado de un silencio denso, casi sofocante. Cada rincón parece estar dominado por la quietud, como si el aire mismo se hubiera detenido. El único sonido que se escucha es el pitido constante del monitor cardíaco, un eco frío de la vida que aún se aferra a ese cuerpo inerte. La máquina emite su sonido monótono, inclemente. Un recordatorio cruel de que la vida, por un capricho del destino, aún no ha decidido rendirse. El aire tiene ese olor penetrante y estéril de los hospitales, ese olor a antiséptico que se clava en las fosas nasales y deja un regusto de desesperanza en la lengua. Úrsula se detiene en la puerta, sintiendo el peso del momento sobre sus hombros. No quiere estar ahí. Cada fibra de su ser lo grita, pero no tiene más opción que continuar. No quiere verlo, ni siquiera quiere respirar el mismo aire que él. Cada segundo que pasa junto a su cuerpo, le recuerda la tortura que ha sido compartir su vida con un hombre como él. Pero tiene un pla