Dos meses después…
En esos dos meses había sentido ganas de renunciar, al menos unas cinco veces al día. A veces hasta diez. El primer mes lloré, para el segundo ya no sabía ni cómo me llamaba.
Leer una sola palabra me parecía como escalar una montaña. Y escribir… bueno, escribir era otra pesadilla. Mis manos temblaban cada vez que sostenía el lápiz. No entendí por qué Vincent me regaló ese cuaderno y bolígrafo; una señal de tortura. Con el tiempo comprendí que eran armas. Armas contra la ignorancia que me había aplastado durante toda mi vida.
El ritmo era inhumano. Casi no tenía tiempo para dormir… mucho menos para comer tranquila. Mis días estaban marcados por una rutina estricta, donde cada minuto contaba. No había espacio para el error. A veces me sentía como una marioneta programada para funcionar sin pausa.
A veces lloraba toda la noche, mientras miraba mis tareas y decía; no soy capaz.
Adrián, mi profesor de lengua, era paciente. Tenía una voz tan tranquila que a veces me