El establo estaba sumido en una penumbra opresiva, solo rota por el parpadeo de una bombilla vieja que colgaba del techo. El aire era una mezcla densa de humedad, paja podrida y el olor penetrante del estiércol. Valentina, con los músculos ardiendo por el esfuerzo y las manos llenas de ampollas, continuaba paleando los desechos del box de Tormento.
No lo hacía solo por obedecer a Beatriz, sino para mantener la coartada. Necesitaba parecer agotada, rota, la perfecta esclava que no se ha movido de su puesto.
El sonido de unos pasos pesados sobre la grava exterior la hizo detenerse. No eran los pasos ligeros y nerviosos de Beatriz. Eran pasos firmes, depredadores.
La imponente puerta corredera del establo se abrió con un chirrido metálico violento.
La silueta de Nicolás se recortó contra la luz de la luna. Llevaba la camisa desabrochada en el cuello, el cabello húmedo por la lluvia y una energía oscura que parecía absorber el aire a su alrededor.
Valentina se enderezó, aferrando el mango