Entraron al cafetín. El lugar estaba casi vacío, olía a grasa rancia y café quemado. Se sentaron en una mesa del rincón, lejos de la ventana. Valentina no dejaba de temblar; sus dientes castañeaban, y sus manos estaban azules por el frío y el trabajo en el establo.
Fernando no lo pensó dos veces. Se quitó su propia chaqueta, una cazadora de cuero gruesa y seca, y se la colocó sobre los hombros a Valentina con delicadeza.
—Póntela —insistió cuando ella intentó negarse—. No me sirve de nada una informante congelada.
Valentina se arropó con la prenda. El calor corporal de Fernando y el olor a tabaco y colonia barata de la chaqueta la envolvieron. Era un consuelo físico inmediato.
El agente afuera tomó una última foto a través del cristal: Valentina vistiendo la ropa de otro hombre, con las manos de él sobre las de ella. Envió esa también.
La mesera se acercó con desgana. —¿Qué van a pedir?
—Dos cafés negros. Hirviendo —ordenó Fernando sin mirar a la mujer.
Cuando estuvieron solos de nuev