La lluvia comenzó a caer, fina y helada, difuminando los contornos de la noche. Desde la oscuridad del establo, Valentina observó cómo las figuras descendían del vehículo negro. No necesitaba ver sus rostros bajo la luz directa para reconocer el aura de poder y peligro que emanaban.
El primero en bajar fue un hombre mayor, de postura militar rígida y cabello gris cortado al ras. Incluso a la distancia, Valentina sintió un escalofrío. Lo reconoció por las fotos de los archivos cifrados que había visto horas antes en su habitación: era el general Ferrán. El padre de Beatriz. El arquitecto de su desgracia.
Detrás de él bajó otro hombre, más bajo, robusto, con un maletín de cuero aferrado a su mano como si fuera una extensión de su cuerpo. Un socio. Un cómplice.
Beatriz los recibió en la puerta de servicio. No hubo abrazos afectuosos de hija a padre, solo un asentimiento breve, profesional. Los tres desaparecieron en el interior de la mansión.
Valentina sabía que quedarse en el establo er