Solo cuando Rosanna sintió los labios húmedos de su esposo besando su sien, comprendió que estaban los dos en la cama, a solas, y que ella llevaba una bata de seda tan fina que el roce del aire bastaba para erizarle la piel. El sonrojo le estalló en las mejillas, imposible de ocultar.
—¿Qué estás pensando, pervertida? —preguntó Rubén con esa voz rasposa que a veces sonaba como una caricia. Sus ojos entornados la observaban con una mezcla de ternura y picardía.
—¡Nada! —respondió ella con un sobresalto, cruzando los brazos sobre el pecho.
—Mira cómo te sonrojaste. Si sigues así, no me pones nada fácil la tarea de no tocarte durante un mes. No seas cruel.
—Lo siento… —dijo bajito, sin atreverse a sostenerle la mirada. Más acalorada que antes.
—Ya deja de disculparte. Sé que todo esto debe ser raro para ti. Yo soy un extraño al que apenas conoces desde hace unos días, mientras que para mí tú sigues siendo mi esposa. La mujer que amo. La que dormía a mi lado cada noche. Perdóname si a vec