La encontró de pie frente a la chimenea, lanzando al fuego las impresiones de la ecografía que esa tarde le había dejado en el escritorio.
—¿Se puede saber qué demonios estás haciendo? —gruñó él.
—¿Acaso te importa? —respondió sin mirarlo—. Tu madre revisa mi sangre a su antojo, como si yo fuera una yegua de cría y tú no le dices nada. ¿Dudaban de que fuera tuyo? ¿Por eso era necesaria una prueba de ADN?
Rubén resopló, pasándose una mano por el pelo con fastidio.
—¿De verdad vamos a hacer un escándalo por esto? No lo tergiverses. Nadie duda que sea mi hijo, Rosanna. Mi madre solo quería asegurarse de que todo estuviera bien. Tengo derecho también.
—¿Derecho? ¿Derecho a invadir mi cuerpo? ¿A violar mi privacidad?
—¡¿Qué privacidad?! ¡Eres mi esposa! ¡Llevas a mi hijo! Deja de actuar como una niña malcriada.
Rosanna se giró, con los ojos vidriosos, inyectados de sangre. No por las lágrimas contenidas, sino por la ira descontrolada que la cegaba.
—Eso es todo lo que soy para ustedes, ¿ve