Alejandro soltó una risa incrédula.
—¿Cómo que no?
—Lo digo en serio —repuso, serenísima; ni la voz ni el gesto delataban la menor turbulencia.
Luciana empezó a explicar con frialdad impecable:
—Cuando a las personas les toca elegir, escogen lo que más valoran, ¿cierto? Tú, entre Mónica y yo, la preferiste a ella. Es normal.
—Luciana… —la voz de Alejandro salió ronca, quebrada.
—¿Voy a culparte porque la quisiste más que a mí? —continuó ella, como si narrara un dato irrelevante.
Él quedó paralizado. Le ardía la garganta con palabras que no podían defenderse: la escena de hace tres años lo anulaba.
Imitando el viejo gesto de él, Luciana le revolvió el cabello.
—Los sentimientos no se fuerzan, así que por eso no te guardo rencor. Lo que sí… —apartó la mano y su mirada se volvió gélida—. Lo que sí te reprocho es haberme mentido. No podías dejarla, pero tampoco lo admitías: me endulzabas por un lado mientras la protegías por el otro. Por eso, a eso, sí lo odio.
Alejandro tragó saliva.
—Luc