Alejandro le revolvió el cabello con ternura:
—¿Te molestó?
—Para nada —recuperó el gesto alegre—. Tu ex acaba de llamarme falsa.
—Se equivoca —él le sonrió, cómplice—. ¿Necesitas fingir conmigo? Si a cada rato anuncias que vas a dejarme…
—Exacto —respondió, satisfecha. Le dio un empujón suave y caminó hacia el comedor—. Desperté tarde; muero de hambre.
Él la siguió un paso atrás y tomaron asiento. Luciana se concentró en el plato, silenciosa. Pasó un minuto antes de que Alejandro rompiera el silencio:
—Lo que mencionó… ¿lo hiciste tú? —preguntó al fin.
Luciana tragó y lo miró de frente.
—Sí.
Lo admitió sin el menor titubeo; de todos modos, él podía averiguarlo en horas.
—¿Y qué vas a hacer? ¿Correrme de la casa? —preguntó, retándolo con la mirada.
Alejandro frunció el entrecejo; se le veía dolorido.
—¿Por qué no me lo dijiste? Te habría ayudado.
Ella soltó una carcajada seca:
—¿Ayudarme, tú? No me hagas reír, Alejandro. No soy tan ingenua para creerlo.
—Jamás lo preguntaste, ¿cómo sab