Luciana no conocía bien los pasillos del hospital, así que la jefa de enfermeras la acompañó hasta el módulo de seguridad.
Apenas cruzaron la puerta oyeron al guardia regañar:
—¡Le estoy hablando! ¡Entrégueme el celular!
Alejandro estaba recostado en la silla, una mano sobre el respaldo y los dedos largos tamborileando con parsimonia en la mesa. No soltó palabra.
—¡Oiga! —insistió el guardia—. ¿Está sordo?
Alejandro lo miró de reojo y siguió en silencio.
—¡Ya basta! —golpeó la mesa—. ¿Qué clase de actitud es esa?
—No pierdan el tiempo —intervino otro—. Llamemos a la policía; seguro que algo turbio trama. Tenemos pruebas: horas merodeando y ahora se niega a cooperar.
—¿Escuchó? Si no colabora, tendremos que reportarlo.
Alejandro alzó una ceja y, con una sonrisa letal, respondió:
—Perfecto. Llámenlos ya… Estoy aterrado.
Desde la entrada, Luciana se cubrió el rostro con la mano. ¿En serio? Aquello era de lo más infantil… y vergonzoso.
—¡Luciana! —Alejandro la descubrió y se levantó de un