Llegados a la puerta, Alejandro fue a girar el picaporte.
—¡Tío! —Alba lo detuvo con gesto solemne—. La maestra dice que no se entra al cuarto de una chica sin permiso.
—Tienes razón. —Él asintió con una sonrisa—. Fue error mío.
Alzó el puño y llamó. Nadie contestó.
—Debe de dormir muy profundo —murmuró Alba, aunque Alejandro se tensó: tan profundo no era normal.
—Cariño, quizá mamá esté indispuesta. Vamos a ver.
La niña dudó, pero la salud de su madre pesó más que la lección de urbanidad:
—Bueno… pero solo un ratito.
—Eres un sol.
Alejandro abrió. El cuarto estaba bañado por la claridad de la mañana. Luciana dormía boca abajo, la sábana apenas cubriéndole la cintura.
—¡Mami! —Alba trepó a la cama—. ¡Despierta, el sol ya llegó!
Ni así reaccionó.
Alejandro tocó su frente: tenía fiebre.
Sin pensarlo, la cargó.
—¡Tío, no! —Alba frunció el ceño—. Dijeron que los niños y las niñas son distintos: ¡no debes cargarla!
—Tu mamá se siente mal, mi amor. Hay que llevarla al médico —explicó él.
—¿E