A la mañana siguiente, el despertador fue lo único capaz de sacar a Alejandro del sueño.
La noche anterior se había acostado tarde con todo el ajetreo del banquete; para no molestar a Luciana, durmió en otra cabina.
Miró la hora: seguramente Luciana ya estaría con su abuelo y con Alba en el desayuno.
Se dio una ducha veloz, se cambió y salió deprisa.
Al llegar, vio a Miguel dándole de comer a la niña con esmero.
—Abuelo, buenos días. —Se sentó junto a él, barriendo el lugar con la mirada.
—Deja de buscar —gruñó Miguel sin siquiera mirarlo—: Luciana no está.
—¿No? ¿Cómo puede ser?
—¿Y por qué no? —replicó con fría sorna—. ¿Dónde dice que deba estar aquí pegada?
—Yo no… —Alejandro frunció el ceño y sacó su teléfono—. Si no vino, ¿adónde fue?
Marcó enseguida, pero nadie contestó.
—¿Por qué tendría que contestarte? —Miguel no aflojaba—. ¿Crees que aún es tu esposa y tiene que rendirte cuentas?
—Abuelo…
—Basta. —Miguel se hartó—. Luciana vino temprano, dijo que tenía algo que hacer y se fue