—Cierto. —Sacó su propio teléfono—. Yo tengo el número de Vicente…
—¡No! —con un respingo, le quitó también el aparato.
Salvador alzó las cejas.
—¿Y eso?
—N nada grave. —Martina forzó una sonrisa—. No hace falta molestarlo.
Él la escrutó: ojeras, voz ronca, suero en vena… «Nada grave», pensó con sorna. Entrecerró los ojos:
—¿Te dejó plantada?
—¿Quién? ¡Lo dejé yo! —saltó ella, y luego se quedó muda.
Sus miradas se cruzaron. Salvador dejó escapar una media sonrisa:
—Vaya, doctora Hernández… admirable.
—Por supuesto —contestó ella, sin bajar la barbilla.
Él soltó una carcajada estruendosa.
—¿De qué te ríes? —Martina se enfureció—. ¡Vete! ¡No te necesito! —tosió con fuerza.
—Mi culpa, mi culpa. —Se contuvo enseguida—. Relájate y cierra los ojos. Soy de los que ayudan hasta el final; llámalo “caridad”, si quieres.
—¡Al “final” irás tú! —gruñó ella, dándole la espalda.
Salvador tuvo que morderse los labios para no volver a reír. Se acomodó, dispuesto a quedarse. Estaba extrañamente satisfec