Al día siguiente Luciana cargó varias bolsas y fue a visitar a Martina.
Simón dejó los paquetes en la puerta del departamento. Dentro, las cortinas seguían cerradas; el ambiente era un túnel oscuro.
—¿Cómo vas? —preguntó Luciana, palpándole la frente.
En la llamada sonaba enferma; ahora lo confirmaba.
—Treinta y ocho coma dos —susurró Martina, abatida.
Los ojos enrojecidos delataban fiebre y un desamor que la había tumbado. No avisó a su familia; solo Luciana sabía su estado.
—¿Tomaste algo?
—No… no tengo medicinas.
—Yo traje. —Luciana le acarició la mejilla—. Y comida: un poco de arroz, pollo y unos tacos. Con el estómago vacío los fármacos sientan mal.
—Gracias —la voz se le quebró—. Siempre estás ahí.
—Y tú para mí —respondió Luciana con calidez. Las amistades se cultivan.
Montó la pequeña mesa:
—Marti, a comer.
Los platillos eran obra de Patricia; mucho mejor que la cocina de Martina. El aroma abrió el apetito a la enferma y terminó comiendo más de lo previsto.
—Bien, mientras pued