—Alejandro, hoy vine a suplicarle a Luciana. Ya sabes que lo de Fernando no fue culpa mía, pero ella sigue sin creerlo… —la voz se le quebró—. Por favor, díselo tú. Ya he sufrido bastante.
Él la miró por primera vez, frunciendo el ceño:
—¿Me estás hablando a mí?
—S sí…
Guardó silencio un segundo y después respondió con frialdad:
—Si tienes algo que pedirle, háblalo con ella. Está aquí; no soy tu mensajero.
Mónica abrió la boca, pero no encontró respuesta. Luciana alzó las cejas, sorprendida por la indiferencia de él.
—¿Qué miras? —Alejandro, sin dejar de acariciar el rostro de Luciana—. El asunto es de ustedes; decídelo tú.
—Bueno… —Luciana se volvió hacia Mónica—. ¿Algo más? Porque ya nos marchamos.
Era una clara invitación a irse. Mónica apretó los labios, impotente.
—Luciana, te lo repito: ¡yo no atropellé a Fernando! Esa culpa no me corresponde. —Se dio media vuelta y se marchó.
Luciana soltó una risa helada. No le creía. Su intuición —la misma que la noche del accidente— gritaba q