—Vamos, el té te hará bien.
—No —protestó ella, negando con la cabeza—. Me duele todo…
—Si lo bebes, el malestar se irá.
—¿Seguro?
—Segurísimo —afirmó Alejandro—. Nunca te he mentido.
—Mmm… —Al fin aceptó los sorbos. Terminado el cuenco, apenas apoyó la cabeza y se quedó dormida.
No había bebido tanto, pero el licor le arrastró al sueño profundo: de las nueve de la noche hasta pasadas las siete de la mañana.
Al abrir los ojos, descubrió que estaba en LA cama de Alejandro. Se llevó la mano a la sien, intentando recomponer la noche, en vano.
—¿Despierta? —Él también se movió—. Bien, arriba.
Se apartó, se levantó.
Luciana agachó la mirada y calló. Él alzó una ceja: «Ya volvió el enojo».
—Bajo primero. —Señaló el vestidor—. Anoche estabas agotada y no te puse ropa. Hay prendas tuyas; elige algo y baja a desayunar.
Salió.
El corazón de Luciana dio un brinco: ¿había dormido desnuda a su lado? Se lanzó al vestidor y quedó helada. Donde antes colgaban solo trajes de él, ahora había dos hileras