Ella abrió los párpados con dificultad, respirando entrecortado. El desconcierto dio paso a un torrente de preguntas silenciosas: “¿Qué haces aquí?”
—No me fui —respondió él, leyendo su expresión—. Subí a saludar a alguien y justo bajaba.
Aquella explicación podía o no ser cierta, pero Luciana no tenía tiempo de indagar. Los ojos se le llenaron de lágrimas; el susto se mezcló con un amargo sentimiento de indefensión.
Antes de soltarla, Alejandro oyó voces y pasos apresurados que rebotaban en las paredes:
—¿Dónde se metió? Te juro que la vi venir por aquí.
—No hay pierde: si no salió por la puerta principal, tuvo que tomar este pasillo.
Los matones de la señora Cruz.
Luciana sintió otro latigazo de pánico y asintió cuando Alejandro la miró con el ceño fruncido.
—¡Corre! —ordenó él.
La tomó de la mano y se internó entre los autos. Con sorprendente soltura zigzagueó por corredores y rampas hasta dar con un cuarto de instalaciones eléctricas. Empujó la puerta, entraron y cerró con suavidad