—¿Su “castigo” es vivir con el rostro desfigurado? ¿Crees que eso basta como consecuencia? —espetó Luciana, enarcando una ceja con desdén.
El hombre no contestó, pero no pudo disimular que estaba, en cierto modo, de acuerdo.
Luciana soltó un hondo suspiro.
—¿Cuánto debes quererla para confundir la desgracia que ella misma provocó con un acto de justicia?
—Luciana, no malinterpretes —dijo Alejandro, con la voz ronca—. Está claro que me engañó y, además, te inculpó. Solo le di una oportunidad de no acabar tras las rejas. Fue…
—¿Tú le diste una oportunidad? —lo interrumpió Luciana, soltando un bufido sarcástico—. ¿Con qué derecho la perdonas por haberme secuestrado y difamado?
Alejandro palideció, sin saber qué responder de inmediato.
—Vaya, señor Guzmán —soltó Luciana con una media sonrisa—. Así que con tu poderío y tus influencias, proteger a una delincuente es pan comido, ¿no?
—Luciana… Luciana… —reiteró Alejandro, tomándola de las manos para besarlas suavemente—. Te prometo que es la