Mientras Alejandro estaba en el baño, Luciana se dirigió a la cocina en busca de un recipiente hermético. Con cuidado, colocó adentro al pequeño muñeco y selló la tapa. Luego lo guardó en el congelador.
Sonrió al pensar que así no se derretiría.
—Luciana. —Alejandro apareció en la puerta, solo con la camisa puesta, habiendo dejado el abrigo a un lado—. ¿Qué haces?
—Nada… —respondió, sintiendo que el corazón se le aceleraba. Cerró la puerta del refrigerador con disimulo—. Estoy preparando la cena. ¿Te lavaste las manos? Ven a comer, ¡muero de hambre!
Trató de sonar con calma, deseando que no se notara el ligero nerviosismo que sentía, temiendo delatar el regalito que había rescatado del deshielo.
***
A la tarde siguiente, Luciana se despertó de su siesta y se fue a su clase de yoga. Para cuando terminó la sesión, ya eran casi las seis. Salió del salón y justo recibió la llamada de Alejandro:
—¿Dónde estás? ¿Estás en casa?
—No, acabo de salir de mi clase. Voy de camino.
—Perfecto. Estoy