—Te ayudo a levantarte —dijo ella, apoyando a Ricardo con cuidado.
Cada segundo que pasaba, Alejandro se sentía más furioso, la sangre le hervía sin control.
—¡Luciana, suéltalo! ¡Déjalo! ¡No te permito que lo toques, ¿me oíste?!
Sus ojos parecían llamas a punto de estallar.
—¡Ricardo, vete ya! —pidió Luciana, con el rostro crispado de preocupación—. ¡Rápido!
—Pero, Luciana… —él dudó, inquieto por dejarla sola.
—¡Te digo que te vayas! ¡Esta es mi decisión! ¿Acaso quieres quedarte a que te golpee otra vez?
—Está bien… —aceptó Ricardo al fin, sin más opciones.
—¿Irte? —Alejandro tenía la mirada desquiciada. Cuanto más veía a Luciana protegiendo a Ricardo, más se nublaba su razón—. ¡A ver si te atreves a salir!
—¡Alejandro! —Luciana se interpuso, dispuesta a frenarlo—. ¡No sigas golpeando a nadie, por favor!
—¡Luciana! —La voz de Alejandro se quebraba entre enojo y dolor—. ¿Te enojas conmigo? Lo entiendo… Pero este viejo…
Al verlos forcejeando, Ricardo se detuvo y se giró hacia él:
—Señor