Fue como si la dulzura de una brisa primaveral se mezclara con un aguacero de verano. Para cuando Luciana se dio cuenta, tenía el corazón desbocado y los párpados tan pesados que apenas los mantenía abiertos.
—Toma un poco de agua —susurró Alejandro, sentándola en su regazo y acercándole un vaso—. Anda, bebe.
—Gracias —alcanzó a responder ella, con un suspiro suave, casi inaudible. No se parecía en nada a la Luciana terca del día.
Alejandro sonrió:
—De nada, amor.
Esa vieja expresión de que en la cama se arreglan las peleas tenía más razón de la que él nunca habría admitido. A veces hablar no resuelve tanto como un contacto sincero y directo.
Recordó entonces que había visto el talón de Luciana enrojecido. Fue hasta el tocador y buscó un ungüento cicatrizante. Alzó la colcha y sostuvo con cuidado el tobillo de ella:
—Noté que te lastimaste el talón. Déjame ponerte un poco de esto. Mañana amaneces mejor.
Al contacto del ungüento frío y ligeramente picante, Luciana se estremeció.
—¡Ay! —