Asustada, Martina se acurrucó en el pecho de Salvador. Con su voz baja y paciente, él la fue calmando hasta que se aquietó. Ya pasada la medianoche, por fin se quedó dormida. Por el susto, incluso dormida, no soltó la mano de Salvador ni un segundo.
Él sonrió con impotencia y, por dentro, se le ablandó el corazón. Le dio un beso en la frente.
—¿Ya ves? Estoy aquí.
Después de tanto trajín, también estaba rendido. La abrazó, cerró los ojos y durmió tranquilo.
A diferencia de Martina, Salvador tenía horarios estrictos y un reloj interno impecable. Aunque la noche anterior no había descansado bien, amaneció a su hora de siempre. Miró a la mujer entre sus brazos, la acomodó con cuidado, la arropó y se levantó.
Cuando terminó su rutina de ejercicio y salió de la regadera, Martina ya estaba despierta y hablaba con la empleada.
—¿Preparamos café en la mañana? Quiero café negro. No sé por qué, me amanecieron un poco hinchados los ojos.
—De acuerdo.
Martina se volteó y se cruzó con la mirada de