Martina estaba harta: no era una inválida para que él la llevara del brazo. Probó varias veces soltar la mano de Salvador y no lo consiguió; terminó por dejarlo estar.
En la sala la esperaba un anciano de pelo blanco, mirada clara y ánimo firme.
—Don Báez —Salvador se acercó con respeto—. Gracias por venir. Mi esposa ha estado muy débil.
—No pasa nada —el viejo médico hizo un gesto leve—. Lo urgente es atenderla.
Alzó la vista hacia ella.
—¿Es la paciente?
—Sí —Salvador la condujo hasta el sofá—. Marti, él es don Báez. Te va a tomar el pulso. No te preocupes.
Martina frunció el ceño. A él podía plantarle una cara helada; al anciano, no. Y era evidente que había venido expresamente por ella. Aunque viniera por compromiso, no iba a ser descortés.
—Mucho gusto, don Báez.
El médico colocó una almohadilla para la muñeca.
—Manita aquí, por favor. Empecemos con la izquierda.
—Está bien.
Don Báez la examinó con calma: observó, escuchó, preguntó. Tomó notas de síntomas y de hábitos; pidió ver l