—Mira nada más esos ojitos, niña —Laura le apartó la mano con una palmadita—. Aún no las lavo. ¿Qué prisa? Están sucias. Mamá las enjuaga y ya comes.
—Ajá —Martina asintió, obediente.
Laura tomó un plato para lavar un puñado primero.
—No te voy a mentir: estas cerezas se ven espectaculares. He comprado muchas veces en el mercado y estas son las mejores.
Se detuvo de golpe.
—Pero… ¿no que el señor del puesto dijo que hasta mañana le llegaba el producto?
Además, quien tocó el timbre había sido un repartidor de paquetería, no el dueño ni uno de sus muchachos.
—Esto no lo mandó él…
Marcó desde su celular. En cuanto el frutero se lo confirmó, frunció el ceño.
—Qué raro… Entonces, ¿de dónde salieron?
Martina, con la frente arrugada, dudó un segundo.
—Ma… puede que haya sido Salvador.
—¿Él? —Laura parpadeó—. ¿Tanta casualidad? ¿Se te antojan cerezas y justo las manda?
—No lo sé —Martina negó con la cabeza—. Es una corazonada. Siento que está afuera, cerca de la casa.
—Perfecto.
Laura volcó la