Ese mismo día dejaron todo acordado y Alejandro compró su vuelo de regreso a Ciudad Muonio.
Cuando tocó partir, Luciana lo acompañó hasta el aeropuerto.
Ya frente al filtro de seguridad, él la envolvió.
—Amor, ya me voy. En cuanto aterrice, te marco.
—Mm.
—Te juro que te llamaré todos los días.
—Mm.
—Y si te queda un huequito, llámame tú… o mándame mensajes; no me pongo exigente.
—Mm.
El tiempo apremiaba. Luciana lo empujó con una sonrisa.
—Ya, no seas pegajoso. Ándate.
Le miró los ojos húmedos y el pecho le apretó. Aun así, se le ablandó la voz:
—“Nos queda toda la vida por delante”.
A Alejandro aquello le dio alas.
—Lo sé. Entonces… me voy.
—Ve.
—Trabaja bien, come bien, duerme bien… y cuida a Alba.
—Hecho.
Por más que les pesara, uno tenía que irse primero. Alejandro apretó la quijada, se dio la vuelta y caminó hacia el control. Antes de desaparecer, se miraron una vez más y ambos sonrieron.
No era la misma clase de despedida: dolía, sí, pero tenía la ligereza de lo cierto. Los dos