Alejandro aún tenía la cabeza hecha un lío. Y como Salvador no era un extraño, habló como le salió.
—La otra vez te dije que Martina estaba enferma. ¿Llegaste a preguntarle?
—Eso… —la voz de Salvador se volvió grave—. Sí le pregunté. Pero dijo que no necesita que me preocupe.
Alejandro frunció el ceño.
—¿Y cómo le preguntaste?
—¿Cómo iba a ser? —Salvador no entendió—. Por teléfono. Me dijo que no la llamara más, que no hacía falta mi “preocupación”.
—Ajá —Alejandro no le tuvo piedad—. La verdad, no te ganaste preocuparte por ella.
—¿Perdón? —a Salvador se le subió la sangre—. ¿De qué lado estás? ¿Me llamaste para fastidiar?
—No. —Alejandro se masajeó el entrecejo—. Creo que deberías mandar a averiguar.
—¿Averiguar qué? —Salvador se irguió. Su instinto le dijo que había algo más.
Alejandro no era de meterse porque sí, ni de tirar ideas al aire.
—¿Por qué lo dices? ¿Sabes algo?
—No —Alejandro negó—. Tú sabes que ahora hablo poco con Luciana. No es fácil preguntar. Solo… las noto raras. E