—Señor… —Manuel alzó el brazo, listo para sostenerlo si se desplomaba.
—Estoy bien.
Tardó un buen rato en abrir los ojos. El brillo en la mirada de Salvador se había apagado de golpe.
—Tú… dijiste… —intentó controlar la respiración; la nuez le subía y bajaba—. No puedo decirlo. ¿Es en el Hospital Universitario?
—Sí. Ya llevaba cinco días internada.
—Bien.
Asintió, abrió el cajón, tomó las llaves del auto.
—Cancela la reunión. Lo demás, resuélvelo tú.
—Sí, señor.
Salvador echó a andar, trastabillante.
—Señor —Manuel lo detuvo—. Llame al chofer. No maneje usted.
Tenía razón: con la cabeza en otro lado, era buscarse un accidente.
—De acuerdo. Hazlo.
***
Frente al edificio de Cirugía del Hospital Universitario, Salvador no subió.
Había llegado con la mente hecha trizas. Por mucho que se repitiera “sé racional, cálmate”, no podía.
¿Cómo se suponía que iba a serenarse?
Martina… estaba enferma. Y en serio.
Mirado en retrospectiva, todo encajaba: comía y no engordaba; aun con la medicina para