Martina sabía que a Luciana no podía ocultarle nada. Y tampoco pensaba hacerlo; en realidad, había estado esperando su regreso para poder desahogarse.
Pero, al ver a Fernando aguardando junto a la puerta del auto, suspiró.
—Vámonos. En casa te cuento.
—Está bien.
Fernando condujo y las dejó en la villa Herrera.
Al llegar, se despidió:
—Descansa, Luci. Con Marti aquí, no te quito el sueño. —Miró el reloj—. En un rato tengo que ver a un cliente.
Se le notaba ocupado. Bien; estar ocupado era buena señal.
—Perfecto —sonrió Luciana—. Ve tranquilo.
—Si necesitas algo, me llamas.
—Lo sé.
Cuando Fernando se fue, la casa quedó en silencio. Ese día, nana Elena y Alba aún no regresaban.
Martina dejó el celular sobre la mesa: acababa de pedir comida a domicilio.
—Recién llegas, seguro traes el jet lag encima —explicó.
En el camino, ya le había contado a Luciana cómo le había ido a Alba esos días con la familia Hernández.
—Justo mi mamá la adora —dijo Martina—. Que la consienta un par de días más.