—Gracias. Estos días te han tocado pesados —dijo Alejandro.
—¿Vas a ponerte formal conmigo?
—No. —Ale respiró hondo—. Pero voy a molestarte un poco más: aguanta dos días.
—¿Todavía?
—Sí. Sigo esperando las cenizas del abuelo.
Al oírlo, Salvador se quedó callado. Ale había ido a Toronto por eso; no podía volver con las manos vacías.
—Está bien —cedió al fin—. Pero cuando regreses, si dejé algo “mal acomodado”, no me culpes.
—Ni hablar.
Colgó. Alejandro soltó un suspiro largo. Había venido por las cenizas, sí; aun así, estaba dividido. Daniel había escondido los restos de Miguel y la policía —junto con el equipo de Enzo— seguía buscándolos.
“Si tarda un poco… tampoco pasa nada.”
Con ese pensamiento casi culpable, se dijo que así podría quedarse unos días más con Luciana; que este sueño que parecía una utopía durara un poco más.
En la comisaría, Domingo cumplió su palabra: tras ver a Alejandro, confesó. Para entonces, Daniel ya era un perro sin dueño.
Por fin, la gente de Enzo encontró la