Salvador, como “familiar”, esperaba afuera.
Pasaron unos cuarenta minutos y nadie salía. Se le apretó el pecho con una ansiedad muda. Sacó el celular, pensando en llamarle a Martina.
—¿Salvador?
Esa voz. La conocía demasiado. Alzó la cabeza: las pupilas se le contrajeron, la cara se le puso lívida, la nuez le subió y bajó; el desorden en los ojos lo delató.
—Mamá… Martina… ¿qué… qué hacen aquí?
Con la nevada que caía, se suponía que ellas estaban en casa, viendo los copos junto a la calefacción.
Ivana frunció el ceño; algo olía mal. A su hijo lo parió ella, ¿cómo no iba a olerle la travesura?
Endureció la cara.
—Vine con Martina a cerrar unos pendientes del servicio. ¿Y tú? A esta hora, ¿qué haces aquí?
—Yo…
Salvador se quedó sin palabras. Miró a Martina y sintió el borde del abismo bajo los pies. “Estoy frito.”
Martina lo miró en silencio. El miedo y la decepción ya los había pasado; ahora solo esperaba el final. Conocía ese pasillo, esa puerta; no necesitaba explicaciones.
Y justo en