—Luci.
Con los ojos enrojecidos, Lucy sacó un sobre del bolso y se lo entregó a Luciana.
—Aquí adentro están nuestra dirección en Toronto y nuestros teléfonos. Si tú… —la voz se le quebró y ya no pudo seguir—. Quiero decir, si alguna vez necesitas algo, si llegas a venir a Toronto, acuérdate de buscarnos.
—No tienes que sentir que le quedas mal a nadie. No queremos que nos agradezcas ni que nos perdones. Solo… solo…
Al verla incapaz de continuar, Enzo tomó el hilo:
—Solo queremos, como padres, hacer algo por nuestra hija. Al final, también es por nosotros. Por eso, no necesitas perdonarnos, y tampoco cargar con la idea de que “le fallas” a Ricardo.
Las lágrimas de Lucy se desbordaron y asintió una y otra vez. Sí, eso era exactamente lo que quería decir.
A Luciana se le estremeció el corazón; giró el rostro de golpe y los ojos se le llenaron de agua.
—Luci…
Lucy no apartó la mirada de su hija; la recorrió con hambre de años.
—Nos… ya nos vamos.
No pudo contenerse y la tomó fuerte de la