Una malteada se consigue en cualquier cafetería.
Pero su mamá siempre decía que las de afuera traen aditivos y fruta que ni siquiera es fresca. Por eso las hacía en casa. Y el sabor no tenía comparación.
Luciana llevaba años sin probar una así… y, sin embargo, en ese primer sorbo le estalló exactamente el sabor de antes.
“¿Cómo es posible?”
Levantó la mirada hacia la señora.
Había pasado demasiado tiempo. Cuando su madre se fue, Luciana tenía ocho años; ahora bordeaba los veinticinco. Diecisiete, dieciocho años bastan para cambiar un rostro. Y los recuerdos, además, se desgastan.
No conseguía superponer a la mujer de enfrente con aquella figura joven que guardaba en la memoria. La idea era absurda.
Su madre estaba muerta.
¿Cómo iba a estar viva?
¿Y, encima, casada y con un hijo?
“No. Imposible.”
Pero entonces recordó la foto vieja que Alejandro le había mostrado: su madre en la Universidad de Toronto.
Su madre y Enzo habían sido compañeros.
Así que… quizá no era tan imposible.
La irrup