—¿Mm? —Alejandro volvió en sí y recuperó su porte frío, impecable—. Vamos.
—Oh… va.
Juana lo miró de reojo: hacía un segundo él había sido otro, como si un recuerdo tibio le hubiera rozado la memoria y lo hubiera envuelto en una luz suave.
¿Qué recordaste… o a quién?
A esa hora la pastelería estaba casi vacía. Apenas cruzaron la puerta, vieron a Luciana haciendo fila: las tartaletas de crema seguían en el horno y tocaba esperar.
A Alejandro le bastó verla de espaldas para que los ojos se le oscurecieran. La mirada se le pegó a ella, como imán.
—¡Luciana! —Juana le dio una palmadita en el hombro.
Luciana se volvió.
—Señorita Díaz…
Y, al ver al hombre detrás:
—Alejandro.
Él curvó apenas los labios; no estaba de malas. Luci no se había esforzado en llamarlo “señor Guzmán”.
—Oye, nada de señorita Díaz —protestó Juana, divertida—. Si yo te digo por tu nombre, tú también dime por el mío: justicia básica.
—De acuerdo —Luciana dudó un segundo y sonrió—. Juana.
—Así sí —Juana quedó satisfecha,