Los guardias se quedaron de piedra.
Enzo no perdió tiempo en mirarles la cara: había venido con abogado.
—Mi esposa está cansada —dijo. Volteó hacia el abogado—. Encárgate de lo demás.
—Sí, señor Anderson.
El abogado lo llamó por el apellido familiar de Enzo.
Se volvió a Seguridad:
—El asunto de la señora Anderson lo llevo yo. Pueden optar por un arreglo o por la vía judicial; la representaré en todo.
Los guardias no esperaban ese giro. ¿La esposa de un ricazo “acampando” en un hospital en vez de boutiques, té y pasarelas?
—Se puede hablar… —balbuceó uno.
—Habrá un malentendido…
Enzo no entró en discusiones. Ayudó a la mujer a ponerse de pie y le habló suave:
—Vámonos.
Ella lo miró y soltó una risa fría. Enzo se sintió culpable, pero no la soltó. Ambos eran gente de formas: no iban a pelear en público.
En casa fue distinto. Kevin a esa hora no estaba.
Ella arrojó el bolso al sofá y se plantó frente a Enzo:
—Vaya, señor Anderson. Qué imponente.
Enzo frunció el ceño y la dejó desahogarse