Afuera seguía lloviendo; hacía frío.
Luciana subió con Alba en brazos, la acostó y, de pronto, recordó que Alejandro había dejado su saco.
Bajó a toda prisa, tomó la prenda y salió al portón…
El auto de Alejandro ya no estaba. Se había ido.
Se palpó los bolsillos: no traía el celular.
Regresó corriendo, lo encontró en la sala y marcó su número.
Dio tono, pero nadie contestó…
Del otro lado, Alejandro vio su nombre parpadear en la pantalla. Le punzó el pecho, como aguja, y no atendió.
Si contestaba, temía no poder contenerse, y eso no era lo que Luciana quería.
Bastaba con lo de esa noche; si seguía, iba a lastimarla.
Luciana sostuvo el teléfono hasta que el timbre se cortó solo.
¿No contesta? No contesta.
Se dejó caer en el sofá, vacía, como si le hubieran arrancado el alma.
Al rato, estrechó contra el rostro el saco de él.
—Uhh… —sollozó bajito. Los hombros le temblaron. Un dolor hondo, lento, le subió del pecho y se metió hasta los huesos.
Esa noche, tomó la pastilla y se durmió con a