—No llores.
—Snif…
Pero Martina era incapaz de parar; frente a su padre y a su hermano todavía se hacía la fuerte, pero en ese instante no podía contenerse.
—¡Te dije que no llores!
De pronto Salvador la regañó: —Si sigues llorando, me desentiendo.
Martina se quedó muda, quizá por el susto.
—Tranquila —añadió él, esta vez suave—. Espera y no hagas nada; voy para allá de inmediato.
Colgó y a Martina le martilleaban las sienes. ¿Nada? ¿Y su mamá?
Su padre y su hermano mayor, Carlos y Marc, se acercaron:
—Marti, ¿qué pasó? ¿Hablaste con Luciana? ¿Qué dijo?
—Todavía no… —negó ella—. Esperemos un poco.
Recordaba cada palabra de Salvador.
—¿Esperar qué? —protestó Marc—. El doctor Gamboa no está; el doctor Rivera es lo mejor que tenemos.
—Solo… esperemos.
—Marti…
—¡Basta! —Carlos sujetó a su hijo—. Hazle caso a tu hermana; ella sabe más que nosotros.
—Bueno… está bien.
Aunque calmó a los suyos, Martina no podía quedarse quieta; salió al vestíbulo y empezó a pasearse de un lado a otro.
***
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