Al momento de soltar a Alba sobre la cama, todavía sin quitarle del todo los brazos, sus labios se fruncieron y volvió el llanto:
—Uu… uu…
—Papá está aquí. —Alejandro la apretó contra su pecho. La pequeña ni abrió los ojos, pero el sollozo se apagó al instante.
Doña Elena se quedó boquiabierta y solo pudo suspirar: la niña necesitaba oler a su papá para sentirse a salvo.
—Vaya a descansar, Elena —indicó Alejandro con un leve gesto.
Ella vaciló: él no había probado bocado y, con la niña pegada, tampoco podía hacerlo.
—Le preparo un par de sándwiches —propuso—. Algo tiene que comer; con la pinta que trae, no va a durar mucho.
—Está bien; gracias.
En poco rato regresó con un plato de sándwiches y leche caliente.
—Al menos un poco —dijo, y salió del cuarto.
Alejandro sujetó a Alba con un brazo y, con el otro, tomó un sándwich. Le supo a cartón, pero necesitaba llenar el estómago: aún tenía que cuidar a la niña… y buscar a Luciana.
Apagó la luz, se echó con Alba encima, como si la escena fu