— Vamos.
De la mano, bajaron la ladera. Ella estaba tan tensa que terminó aferrándose con las dos manos; Salvador sonrió en silencio.
— ¿Y esa mirada? —se quejó Martina.
— No te miraba a ti —dijo conteniendo la risa—, vigilo que no nos persigan.
— ¡Cobarde! Si te da miedo, ¿para qué robar?
— Ya estamos aquí —alzó una ceja—. Tú vigila y yo “trabajo”.
Apenas lo dijo, se internó en la arboleda. Sus ojos brillaban como los de un niño.
— ¡Vaya frutos! —exclamó.
Con su estatura alcanzaba los más bajos sin esfuerzo.
— ¿De qué variedad te gustan?
— Durazno.
— Mira qué casualidad, justo estos lo son.
Mientras hablaba arrancó varios.
Martina, aún temerosa, frunció el ceño.
— ¡Ya, con eso basta!
— Está bien.
Lo vio con los brazos cargados y pensó en la camisa de seda que seguramente quedaría perdida.
— Dámelos, yo los llevo —propuso—: mi ropa es barata, no pasa nada si se mancha.
— Ni hablar. —Él retrocedió—. La pelusa ensucia. Déjame a mí.
Ella se quedó pasmada: ¿no pensaba en su propia ropa?
—