—¿De verdad necesitas que te lo expliquen? —respondió Salvador sin apartarle la mirada, con una sonrisa indescifrable.
El rostro de Vicente se desmoronó. Martina abrió la boca, pensó en aclarar algo y se contuvo: que creyera lo que quisiera; sería más fácil así.
—Vete, por favor —pidió ella, cansada.
Vicente la contempló con pena, apretó los labios y salió.
Apenas se cerró la puerta, Martina soltó el aire y vio su almuerzo, ya frío. Se lamentó por la comida desperdiciada.
—¿Qué estabas comiendo? —Salvador cerró el recipiente—. Está helado. Vamos, acompáñame a la cafetería. Es hora de tu descanso, también necesitas comer.
Martina aceptó sin protestar. Terminaron en el comedor del hospital. Ella pagó con su tarjeta: dos tazones de fideos con ternera.
—No te emociones, es lo que da la tarjeta del hospital —bromeó mientras colocaba las bandejas. Al de Salvador le añadió un huevo frito.
—¿Y tú por qué no pides uno? —preguntó él.
—Ya piqué algo antes. Además, no todo el mundo puede con tanta