Alejandro acomodó a Luciana en el asiento del auto con cuidado, aunque sin querer le rozó la cabeza contra el marco de la puerta. No fue gran cosa, pero ella abrió los ojos y lo miró, molesta.
—Me lastimaste —murmuró, con esa mezcla de ternura y reproche que solo alguien medio mareado puede tener.
A sus ojos, estaba adorable. Llevaban mucho tiempo enfrascados en peleas y distancias. Si Luciana no hubiese tomado ese sorbo de alcohol por accidente, tal vez no se mostraría tan cercana. El corazón de Alejandro palpitó con fuerza, su nuez de Adán subió y bajó visiblemente.
—Luciana, por favor, no me provoques —dijo con voz ronca.
—¿Eh? —Ella ladeó la cabeza—. Ni siquiera te estoy tocando. No soy un “anzuelo,” soy doctora. Mmm…
Él no pudo contenerse más. Con una mano le alzó el mentón y la besó con un dejo de pasión contenida, suave pero persistente.
—Mmm… —Ella se quedó sin aire y lo apartó un poco—. ¡No puedo respirar!
Alejandro se rió entre dientes:
—Todavía no aprendes a besar, ¿verdad?